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El gran bazar por Rafael Gumucio

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En estos meses en que vivir en Santiago resulta un cúmulo de perplejidad, viajar todas las noche al Harem del Solimán el Magnífico ha sido un gran escape.

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Por Rafael Gumucio

            En muchos sentidos el Sultán me salvó la vida. En estos meses en que vivir en Santiago resulta un cúmulo de perplejidad, viajar todas las noche al Harem del Solimán el Magnífico ha sido un gran escape. De esos que la televisión de vez en cuando descubre. Una gran casa infinita de habitaciones suntuosas donde todos luchan por el honor, por su nombre y su misión. Un mundo más cruel y más dorado, donde las mujeres usan sus ojos como quien usa dagas.

Pero antes de seguir hablando de generalidades, resulta esencial confesar una particularidad: Mi mujer cree que me parezco a Ibrahim Pacha. Yo coquetamente le niego el parecido, pero en fondo me gusta que lo piense así. Creo que esa pequeña confesión particular explica en gran parte el éxito de las telenovelas turcas en Chile: Ese mundo lejano no es Chile por ninguna parte, pero se parece a Chile. En el Sultán hablan de Alá, intercambian bolsas de oro, se dejan vigilar por Eunucos, pero sus ademanes, sus misteriosas caras, la gama siempre sobria de gestos de los que son capaces, es profundamente chilena. 

El Harem en que se desarrolla la mayor parte de la historia no tiene nada que ver con el país real pero si con la idea profunda y recóndita que nos hacemos de Chile. Ojos negros, pelo negro también, cejas profundas y pestañas interminables. Aquí nadie es rubio, y aunque no sean católicos nadie los puede acusar de puritanos. O quizás ese Harem se parezca, más que a ningún país real al país de nuestra infancia, donde las cosas suceden al mismo tiempo muy lento y demasiado rápido. Donde todo es sexual, pero no hay mujeres ni hombres desnudos; donde todo es anillos, letras secretas, sellos y estatuas prohibidas, muertes repentinas y médicos que mágicamente salvan moribundos de las cuchilladas que fatalmente se infringe los unos a los otros, capítulo a capítulo, en una enorme cadena de adulterios y asesinatos, que se parece también extrañamente al Chile anterior a las bebidas energéticas y los noticieros a toda hora.

El Sultán tiene esa magia. La de las historias que intercambiamos en verano, la de las anécdotas que contaban las tías para no quedarse dormirse. Historias antiguas en que los hombres están casi siempre preocupados batallando o conspirando y las mujeres se peinan y despeinan para hechizar mejor el corazón de sus amantes. Laberinto de cartón de piedras y de piedras que parecen cartón, donde lentamente caminan como si navegaran, las faldas y enaguas de las Sultanas y las concubinas vigiladas por los Eunucos. Todo eso mientras Solimán conquista la mitad del mediterráneo, y llegan y se van embajadores y marinos y aventureros. Batallas, pactos, invasiones, la historia entera de la mitad oriental de Europa, sin que nada de eso nos parezca más real que el amor de Firial, que el odio de Mahidivran y el infinito instinto de sobrevivencia de Hurrem.

El universo del Sultán no se rebaja a explicar la naturaleza de las pasiones que animan sus personajes. La sicología no llegó a Constantinopla. Aquí todos son fuertes, aquí los que lloran lo hacen para cicatrizar más rápido sus heridas y seguir siendo fuertes en el próximo capítulo. Todo puede ser a veces cursi, pero nunca sentimental. Todos aman y odian hasta su último extremo. Nadie se olvida que es parte de una gran leyenda. Un gran teatro de sombras que no pierde el tiempo buscando ser verosímil, porque en gran parte es verdad. Dueño de una idea por lo menos de la verdad más antigua y profunda que la simple transcripción de una historia. La fuerza del Sultán está justamente en que el Sultán mismo resulta ser menos poderoso, menos temible, menos imperial que los personajes que lo rodean. Quizás justamente porque el emperador sea en el fondo mismo de su corazón un hombre común y corriente, todo el resto lucha sin medida y sin fin por demostrar una excepcional capacidad para traicionar, engañar, amar y sacrificarse. Todo eso al ritmo de un violín que suspira, que va perdiéndose en el meandro de las escenas, que pareciera recordar como quien recuerda un sueño, los distintos actos de esa tragedia sin fin.

Todo se repite en el Sultán y todo va cambiando un poco como en los recuerdos de infancia, un poco como en los cuentos de hada, un poco como en la vida. En la mía, en la de mi mujer, ese viento de otro mundo se mezcla perfectamente con el mundo en que vivimos y respiramos a diario. O más bien se mezcla con el sueño que buscamos viendo televisión. Y la melancolía de Mustaffa, y la soledad de Ibrahim, y la insaciable necesidad de Hurrem va modelando nuestra propia melancolía, nuestra propia soledad, nuestra propia insaciable sed de mujeres que escuchan detrás de la puerta y se desmayan por culpa de una mirada, y hombres que se matan, que se decapitan y se entregan sin ironía, sin sorna, sin un rastro de humor. Es eso, descubro quizás, lo que más nos gusta del Sultán. No hay en ella ironía alguna, nadie vive y se mira a si mismo vivir. Todo está hasta la última gota en el lugar donde los instaló la historia. Sabemos que están condenados a ser infelices, pero nos gustan que lo sean con algún grado de esplendor.

 

 

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